La mirada del gigante
El tiempo de la cosecha se echó encima sin que nadie lo advirtiera. El
clima no había ayudado y los ánimos no eran los de épocas pasadas. Mi padre y
yo observábamos las escasas fanegas que poseíamos sin atrevernos a entrar en
ellas, como si de esa forma tuviéramos ocasión de evitar el disgusto de
comprobar el desastre.
Las tormentas, fuera de tiempo, mantenían anegada la tierra desde
hacía semanas, y mi padre había renunciado hacía más aún a visitarla, dando por
muerta la cosecha de aquel año. Yo, que apenas contaba con once años por aquel
entonces, advertía de reojo sus nudillos blancos mientras apretaba con fuerza
la vara que utilizaba de apoyo. Conteniendo la frustración, con gesto
determinado, erguido ante la desolación. Como el invencible gigante que era
para mí, aguardaba las primeras luces del alba, quizá esperando que el cenagoso
terreno pudiera desvelarle algo más que lo que esperaba ver.
Giró la cabeza despacio para fijar los ojos en el chiquillo que tenía
al lado. No sé cómo, pero aguanté su mirada sin pestañear, advirtiendo en ella
el paso de toda una vida repleta de lecciones imborrables para la memoria. Una
mirada que transmitía cuanto pudiera decir con palabras en una ocasión como
aquella. Una mirada que me decía que aquello no era más que una lección más de
la vida, que el creador nos forjaba a base de esfuerzo y que un hombre debía
estar preparado para recibir cualquier revés que le alcanzara. La sostuve y
supe que me aprobaba. Un fulgor disimulado indicaba el sentimiento de orgullo
que el gigante sentía tras examinarme.
Y me adentré en el fango, como quien camina hacia el peligro sin
escuchar al miedo que susurra. Como quien se siente triunfador a pesar de la
derrota, sabiendo que siempre existirán otras oportunidades en las que alzar
los brazos. Impulsado por la fe en la expresión del gigante y decidido a
encarar la peor de las realidades.
Me detuve en seco tras avanzar unos pasos sin creer del todo lo que
mis ojos veían. Una gran isla, invisible desde el borde de la parcela, se
erguía solitaria y rebelde libre de agua. Dos riachuelos la bordeaban
aislándola del resto de la ciénaga. Ocupaba más de una tercera parte de nuestra
cosecha y, aunque visiblemente castigada, resistía a la devastación.
Quise volverme y gritar la buena nueva a mi padre, pero él ya se
encontraba a mi lado vislumbrando el milagro. No dijo nada, mostrando tan solo
una mueca de aprobación en dirección a mis piernas, inmersas en el barro hasta
las pantorrillas.
Han pasado treinta años y, aún hoy, recuerdo
aquella lección sin palabras. Para el gigante, lo importante de aquel día fue
que caminara por el barro, buscando aunque no esperara encontrar. Porque la
esperanza no acude a ti si no crees en ella. Porque no avanzar es morir de
forma lenta.
@Bombicharmer
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